familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Vuela Alto

Yo no la conocí, pero coincidí con ella durante muchos años en grupos de adopción; la leía en redes sociales; comentaba en este blog; teníamos amigas en común. Fue una de ellas, C., quien me alertó anoche; también es C. quién ha escrito esta despedida que me ha dado permiso para compartir aquí:

El foco

En otoño del 2017 yo vivía en Vallecas y en los días que siguieron al 1-O me sorprendió mucho ver cómo gente amiga, inteligentes, críticos, con pensamiento propio… se ponían de perfil ante lo que estaba pasando en Catalunya. Les resultaba lejano, ajeno, incluso antipático. Hablamos mucho en aquellas semanas (meses) y una de las cosas que les decía es que ponían el foco en el lado equivocado. El tema no era si les gustaba el movimiento independentista, el referéndum, o los políticos que lo habían promovido; donde había que mirar era al otro lado, a un gobierno que lanzó a las fuerzas del orden contra gente pacífica y desarmada que pretendía votar un referéndum (no autorizado), que cargaron contra personas sentadas en el suelo y abrieron la cabeza a abuelas; a una judicatura que metía en la cárcel a gente por manifestarse.

A mí me parecía evidente que todo esto era un aviso para navegantes, y que, como en el poema de Niemöller irían a por todas las disidencias, una por una, con los mismos modos.

Ahora con esto de Pedro Sánchez me vuelve a pasar lo mismo: creo que mucha gente equivoca el foco: Da igual que seas del PSOE, que votaras o no al gobierno de coalición, que votaras siquiera; que te caiga bien Pedro Sánchez o lo consideres un narcisista. La mirada hay que ponerla al otro lado, a una derecha que tiene medios de comunicación que intoxican con bulos, jueces que aceptan a trámite demandas dudosas y políticos que lo jalean todo. Y alguien que paga toda esta fiesta. La mirada la tenemos que poner en el fango y el ruido de una derecha que nunca ha sido capaz de aceptar que gobiernen otros que no sean los suyos

La semana más larga

Se ha acabado una de las semanas más largas de mi vida. La semana del cáncer de Schrödinger, en la que he vivido a la vez una vida en la que el bulto en mi pecho no era nada de importancia y otra vida en la que había cáncer, quimioterapia, náuseas, metástasis y necesidad de prepararse para morir (relativamente) joven.

Finalmente, no era nada de importancia, pero en el tiempo que ha pasado entre que noté el bulto y me ha visto la doctora, he vivido una y otra vez el proceso de enfrentarme a la noticia de la enfermedad y, tal vez, mi muerte inminente.

He seguido haciendo vida normal: madrugando, yendo a trabajar, cocinando, charlando con mis hijos, con mi madre, haciendo compra, saliendo con mis amigas al cine, a caminar… pero en todo me acompañaba, como un ruido de fondo, la posibilidad – en los peores momentos convertida en certeza – del cáncer.  

Mientras escuchaba mi cuerpo sin estar segura de comprenderlo, en las noches de insomnio, he organizado mi vida en las próximas semanas, meses, años; y también mi vida sin mí, la de después, empezando por mi funeral (decidido: quiero que suene “Gracias a la vida”, la versión de Isabel Parra que tantas veces escuché en aquel cassette de 2 horas de duración de color azul) y siguiendo por el testamento, el reparto de mis libros, la logística de mis hijos.

He escrito mentalmente tropecientos posts para este blog titulados “Diario del año del cáncer”.

Me he acordado de mis amigas que han tenido cáncer. Me he imaginado su miedo, su esperanza, su miedo a esperanzarse, su incertidumbre. El dolor. Me he acordado de mi gente que murió de cáncer, de mi abuela, tan joven, cuya pérdida fue tan insoportable que hice en secreto un libro de poemas sobre su muerte que nunca enseñé a nadie; de C., de quien me despedí aquel día en el hospital y estaba tan extrañada de pensar que no se podría acabar la novela que estaba leyendo; de B (Bone aquí en el blog), que estaba tan llena de vida y de proyectos y que también dejó dos hijos tan pequeños y que un día me llamó M. y me dijo que había muerto de un tumor cerebral, en plena pandemia.

De P., que después de pasar un cáncer de mama hace casi 5 años, ahora convive con uno de hígado.

Me ha dado tiempo a que me pase por delante de los ojos no la vida que he vivido hasta ahora sino la que nunca viviré si muero ahora. Los nietos que no tendré, los libros que no intentaré escribir, las casas que no habitaré, los amores que no conoceré, los libros que no leeré.

Y me he dado cuenta de que la vida es como aquellas novelas de Anne Tyler en la que la protagonista repasa su vida y se da cuenta de que nadie salió cómo había imaginado… pero que no cambiaría nada.

Incluso si terminara ahora, todo habría merecido la pena.

Lo único insoportable, abandonar a mis hijos.

Tan pronto, tan jóvenes, tan frágiles, tan sin acabar de construir, con tanto por hablar, tantos abrazos por darnos, tantos años por delante.

No sé dónde va a parar la angustia de una semana como esta última. No sé si se quedará en forma de contracturas o pesadillas. Ojalá, de ganas de comerme la vida a bocados como si me fuera a morir mañana.

Conciliación

Hay mucho ruido estos días en las redes sociales a propósito de este titular: «Me parecería interesante que cuando se vayan a distribuir las vacaciones en una empresa el criterio deje de ser la antigüedad y sean las necesidades de conciliación».

No paramos de leer mensajes sobre lo injusto que es priorizar a las personas que tienen criaturas, poniendo en el peso en la responsabilidad individual de la decisión de ser padres o madres, o argumentando que ellos también tiene que conciliar con sus parejas, amigos, animales de compañía o su sofá.

Creo que lo que no se entiende de la conciliación es que no tiene que ver con preferencias, sino con necesidades. Yo puedo preferir coincidir en vacaciones con mis hijos casi adultos, pero cuando eran pequeños y dependientes lo necesitaba; especialmente en los momentos del año en los que los recursos de conciliación escasean. Yo puedo preferir salir a las 5:30, pero no lo necesito como cuando eran pequeños y no podían quedarse solos y las extraescolares terminaban a las 5:45.

Cuando mis hijos eran pequeños, mis compañeros y compañeras sin hijos se adaptaron a que yo pudiera ajustar mi horario al horario escolar (y extraescolar), a mis libranzas en días no lectivos; ahora soy yo quien se adapta a sus necesidades de padres y madres de criaturas pequeñas.

Las criaturas no son solo responsabilidad de sus progenitorxs, son responsabilidad de toda la sociedad. De la administración, que marca los horarios escolares y los recursos para la conciliación, de las empresas, que tienen que adaptarse a las necesidades de las personas trabajadoras, de los gobiernos, que tienen que hacer leyes que faciliten la conciliación, y en general, de todos y todas.

En esto consiste vivir en sociedad, en cuidarnos unos a otros en la medida de nuestras posibilidades.

15 años

Hace 15 años llevaba 10 días en Marruecos.

Hacía mucho frío aquellas primeras semanas, hacía frío en la calle y hacía frío en el interior de los edificios sin calefacción. Es una de las cosas que mejor recuerdo, entrar en una cafetería para intentar calentarte y no poderte quitar el abrigo, dormir con el forro polar puesto. La nariz y la punta de los dedos congelados.

Los petit-taxis que nos llevaban cada día hasta la crèche, por la mañana, donde A. nos recibía con su digna indiferencia. En su cuna, en silencio, se dejaba coger, acunar, llevar en brazos arriba y abajo, pero parecía que le daba lo mismo que le cogieras o no, que le hablaras o no. Miraba siempre hacia otro lado y lo único que parecía hacer salir su ferocidad eran los biberones, que cogía con ambas manos y deglutía vorazmente.

Quizás otros brazos le había cogido antes que los míos, quizás se había acostumbrado a visitas que un día dejaron de volver, quizás había decidido que para qué.

Me empeñaba en salir al patio, no solo con A. y B., sino también con los otros niños “mayores” de la crèche. Un patio que estaba lleno de trastos, hierros oxidados que yo escondía en los alfeizares más altos y cristales rotos, hasta que un día una de las cuidadoras lo baldeó para que pudiéramos jugar sin riesgo.

Cada día el mismo recorrido, el taxi que nos dejaba en la puerta del hospital, la vuelta a la manzana, los carros con fresas e higos chumbos, la puerta azul. Las cuidadoras esforzadas y sonrientes, las cunas llenas de niños que habían renunciado a llorar, las señoras de la junta directiva que dejaban sus abrigos elegantes para dar el biberón a los bebés que habían escogido. La ausencia de juguetes. La patata y la zanahoria chafadas para comer y el petit suisse de postre, que a veces, cuando A. estaba desganado, le mezclaban para que el sabor dulce maquillara la monotonía de comer lo mismo día tras día.

La burocracia que nos llevaba de un organismo de la administración a otro, fotocopias, sellos, vuelva usted mañana, las secretarias amables, los funcionarios circunspectos pero atentos, las colas, los tiempos de espera, los bancos en el exterior del despacho, los viajes a Rabat y Casablanca para entregar documentos o recoger traducciones juradas.

Las tardes en la playa, las gaviotas, la marea que convertía una franja mínima en un arenal infinito, las mariquitas que un día llenaron toda la arena de rojo y al día siguiente se habían ido volando, las cenas en el kebab de la esquina, las charlas con S. y H., convertidas en ancla y báculo en aquellas semanas interminables, antes de las redes sociales, antes del WhatsApp y de las llamadas sin coste.

El invierno que se iba convirtiendo en primavera.

Cuando volvimos a casa le pregunté a mi hermana qué había pasado esos días, si había muerto alguien, y me dijo que sí, que había muerto Pepe Rubianes, y me pareció tan raro pensar que llevaba días muerto y yo no lo sabía.

Han pasado 15 años de todo aquello, vuelve a hacer frío pero no ya casi nunca hace tanto frío, vuelve a haber fresas y aquel bebé que me observaba con indiferencia cuando me acercaba a su cuna es un adolescente que empieza mañana sus prácticas en la primera empresa.

La banalidad del mal

La filósofa alemana (y luego norteamericana, y siempre judía) Hannah Arendt publicó en 1963 el libro “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”, después de seguir durante la primavera de 1961 el proceso contra el nazo Adolf Eichman, responsable de la logística para la organización y distribución de los campos de concentración.

En este libro, Arendt se planteó una pregunta fundamental: ¿por qué Eichamn no parecía malvado si había contribuido al genocidio más espantoso de la Historia reciente? Y en respuesta acuñó el concepto de “la banalidad del mal”. Un concepto que explica cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos convirtiéndolo en un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios que se limitan a cumplir órdenes, sin pensar si lo que hacen está bien o mal o qué consecuencias tienen sus acciones.

Es inevitable pensar en la banalidad del mal cuando ves “La zona de interés”, una película que retrata la vida cotidiana de la familia de Rüdolf Höss en su casa adosada al campo de Auschwitch.

Los niños juegan en el jardín y se bañan en la piscina, las criadas sirven el te o remiendan prendas de ropa, el jardinero rastrilla, las calabazas crecen en el huerto, los soldados cortan flores – y son castigados si estropean la planta en la que crecen. Hay besos, regalos de cumpleaños, se fuma, se llama por teléfono, se reciben visitas, se leen cuentos por la noche. Y de fondo, al otro lado del muro, la humareda, los gritos amortiguados, los golpes, algún disparo, los objetos que algún día conformaron la vida cotidiana de personas que ya no son consideradas humanas.

Esto pasaba a 1.239 kilómetros de aquí, hace 80 años, mientras miles de ciudadanos europeos lo ignoraban, o miraban hacia otro lado.

Igual que hacen ahora, cuando algunos de los descendientes de los judíos que entonces fueron asesinados en los campos de exterminio ejecutan miles de personas, muchas de ellas criaturas, y les niegan la humanidad que un día se negó a sus ancestros.

Si pudiera volver atrás

Si pudiera volver 30 años atrás, habría dejado antes a C. O no habría empezado a salir con él, pero claro, entonces no habría sabido que habría tenido que dejarle.

Habría cuidado más a mis amigas, habría peleado para no distanciarme de mi pandilla, que era el eje de mi vida y mi zona segura. Cómo saber entonces lo que tardaría en recorrer el camino de vuelta. Y lo que pesarían los años que perdimos.

Me habría gustado aprender antes que la pareja no es una unidad de destino en lo universal ni la medida de todas las cosas. Que no hace falta formar parte de un dúo. Que somos seres completos sin estar enamorados, sin compartir la vida con alguien. Que no eres la mitad de nada. Que los afectos no admiten jerarquía, que los amigos, las hermanas, los primos, no tienen menos peso ni van detrás que la pareja.

Ni los hijos, obvio.

Si pudiera volver 20 años atrás compraría el piso que me ofreció la hermana de mi tía, aunque no estuviera en mi barrio ni me quisiera ir a vivir a él. O el que algo más tarde se vendieron O. y R., este sí en mi barrio, pequeño y sin ascensor, pero asequible en aquellos años de principio del milenio, antes de la crisis. Antes de que la crisis tuviera nombre. Debería haberme comprado un piso entonces cuando me habrían dado una hipoteca, en vez de pensar que una hipoteca me ataría y me limitaría.

Me he convertido en prisionera de un alquiler que apenas puedo pagar, me he convertido en la clase de madre que dice a sus hijos “compraos un piso”.

Si pudiera volver 10 años atrás, me atrincheraría en mi ciudad. No escucharía los cantos de sirena que me llevaron a vivir a 627 km de mi casa, mi gente, mi playa, mi lengua, mi barrio. No lo dejaría todo atrás pensando que podía construirme de nuevo, que podía hacerme otra vida con otras piezas, que iba a salir indemne de la distancia.

O habría vuelto inmediatamente, la primera vez que.

No me habría ido ni me habría comprado la única casa que he comprado en mi vida, esta casa con patio tan breve que desapareció como un suspiro dejándome más dolida y mucho más pobre. Y no habría dejado nunca nunca nunca el piso en el que viví durante 22 años y donde pensé que envejecería rodeada de libros y de los ecos de las voces de los niños que habían jugado en esas habitaciones.

Hermanos

Cuando presenté mi primera solicitud de adopción, hace ¡¡20 años!! tenía pocas cosas claras, pero no tuve dudas cuando escribí el número de criaturas que quería adoptar: 2. Mi proyecto de familia fue desde el momento de partida ahijarme dos niños (o niñas, entonces no lo sabía). Las técnicas de adopción me quitaron la idea de la cabeza: primero uno, me dijeron, y más adelante ya vas a buscar el hermano.

Quizás porque nosotras somos dos hermanas y porque mi hermana es el pilar más sólido de mi existencia, nunca me planteé la posibilidad de un hijo único. Se me hacía más impensable tener un solo hijo que no tener ninguno.

Un año y medio después de llegar B. empecé los trámites para una segunda adopción. No tenia prisa, pero los procesos adoptivos son tan largos!, que pensé que cuando estuviéramos preparados más valía tenerlo en marcha. Finalmente, las cosas se complicaron, y en contra de lo que suele pasar en estos casos, todo se aceleró. A. llegó cuando B. aún no llevaba 3 años en casa.

La primera infancia de mis hijos fue muy dificultosa logística, económica y emocionalmente. B., que viajó a buscar a su hermano emocionado, enseguida descubrió que tener un pequeño en casa no era tan divertido como imaginaba y A. creció al lado de un hermano muy demandante y una madre con solo 2 manos.

Hice tantas cosas mal. Prioricé tantas veces las cosas equivocadas. Perdí tan a menudo la paciencia. Grité mucho más de lo que habría debido. Me sentía culpable de los escasos momentos para mí que conseguía arañar (y cuando los lograba, no sabía qué hacer con ellos). La crianza me desbordó durante mucho tiempo y mis hijos recibieron menos atención y tiempo del que merecían.

Ellos se peleaban mucho, parecían no tener nada en común, siempre proponían planes distintos y se pasaban el día midiendo lo que recibía cada uno. Se aburrían por separado, cuando no se hacían la puñeta, se pegaban y se quitaban las cosas, y yo muchas veces no sabía cómo gestionar esta relación tan complicada. La hermandad de mis hijos no se parecía en nada a la que recordaba de mi hermana y yo, que también nos peleábamos, claro, pero que jugábamos muchísimo y compartíamos gustos y códigos.

Pasaron los años, B. y A. crecieron sin compartir demasiado, llegaron a la adolescencia… y ahí empezaron a acercarse. Gustos compartidos, intercambio de canciones, de ropa y de recomendaciones seriéfilas, crearon normas domésticas a su medida, distintas a las que yo habría propuesto, pero que les funcionan. Ya no se machacan el uno al otro, se preguntan y prestan cosas, se defienden el uno al otro.

Hace unos días hablábamos con A. de lo bueno y lo malo de tener hermanos.

«Todo, mamá. De tener hermanos, todo es bueno».

Las abarcas desiertas

(Este poema lo escribió Miguel Hernández en 1937, en plena guerra civil, cuando estaban recogiendo donativos para que todos los niños tuvieran un juguete).

2023

ha sido el año de juntar las piezas para reconstruirlo todo. No estaba segura de poder hacerlo, así que ni tan mal. He recuperado la comunicación con mis hijos a unos niveles que no habría podido imaginar; también he visto cómo ellos construían una relación que no habían tenido nunca antes, basada en gustos compartidos y una historia común. He estrechado lazos con familia y amigas. Ha sido un año de tardes de cine y cenas (casi siempre en el bar de abajo de donde solía vivir, qué cosas). Ha sido un año de contar el dinero al último céntimo, de vivir frugalmente. De dejar de regalar horas de trabajo y de lucha colectiva. De regularizar una situación laboral que me da, por fin, cierta estabilidad para el futuro. De dejar de cuidar criaturas y empezar a cuidar gente mayor. Un año donde ha habido más bienvenidas y reencuentros que adioses. Donde ha habido más libros y menos ratos pegada al móvil. Sin viajes pero con caminatas para redescubrir mi ciudad. Vuelvo a estar en casa. Aún siento que el piso en el que vivo es un refugio provisional. Aún me arrepiento de muchas de las decisiones tomadas, de las renuncias. Aún tengo que encontrar fuerzas para perdonarme a mi misma.

Ha merecido la pena.